De cómo se las apañó Dios para crear el mundo...

Deja que te cuente una antiquísima leyenda judía.
Cuentan que antes de que se forjaran los cielos, los cimientos de la tierra.... antes incluso de que Dios separase la luz de la tiniebla, al principio de todo, Dios había pensado en ti y en mí, y por eso, cuando se puso a construir el universo, tuvo que repetirlo muchas veces, hasta que le quedó uno que él consideró suficientemente bueno para que tú y yo viviéramos en él.

Cuéntan que cuando por fin quedó satisfecho con cómo hacerlo, decidió encomendárselo al gobierno de la sabia justicia divina, de forma que cada cosa fuera lo que debía ser y no otra. La Justicia debía velar para que el sapo cantase a su hora y la Osa Menor nunca se separase del norte; vigilaba que los ríos murieran generosamente en el mar y que los granos de trigo muertos multiplicasen su fruto por treinta, por sesenta o por ciento.

Por eso mismo, la Justicia pidió a Dios permiso para arrancarse los ojos, para no ser más dura con el apestoso fango y más indulgente con las praderas; para evitar tratar con suavidad a las puestas de sol y a las granizadas condenarlas sin escuchar.

Por eso la Justicia quedó ciega, y Dios se puso a buscar un compañero que pudiera guiar a la ciega Justicia. Muchos compitieron, la Precisión y la Aritmética aventajaban a la Guasa y al Valor. La Fortaleza se las veía muy felices, como siempre, mientras que la Humildad ni tan siquiera se acercó a intentar ocupar el puesto.... La Nostalgia, la Confianza, la Envidia, la Moralidad... dicen que hasta la Venganza, que pasaba por allí, probó suerte.

Pero por delante de todas, por su envergadura y su seguridad, se impuso la Severidad. Alta, firme, inmutable... ella era sin duda la compañera perfecta para la Justicia.

Y de este modo, fueron enviadas al mundo nuevo que había creado Dios. La Severidad veía las cosas y la Justicia actuaba en consecuencia. Y el mundo fue condenado, una vez, y otra, y otra.... tantas que tendríamos que inventar nuevos números para contarlo. Cada vez que una flor tenía uno de sus pétalos más pequeño o más grande, o que un cordero dejaba algo de lana enganchado en una zarza, la Severidad mostraba la imperfección a la Justicia. Y así, cada noche, el mundo era condenado, porque siempre había algún trozo de tierra donde no llegaba la lluvia, o una brizna de hierba quemada por el sol, o un gusano que no había conseguido terminar la crisálida a tiempo. Y con los hombres la cosa se ponía aún peor. Cada día había engaños y mentiras, dudas, cobardías; ni tan solo uno de los hijos de los hombres conseguía pasar por justo ante la atenta mirada de Severidad.

Y así, noche tras noche, Dios tenía que destruir el mundo, ante el juicio de Severidad y Justicia. Y cada mañana creaba uno nuevo, que debía destruir a la noche siguiente porque no era considerado digno de Dios.... Y esto, a Dios, le ponía muy muy triste.

Pero una tarde, algo después de la hora en que los humanos reposan tras el almuerzo, Dios paseaba por Edén, entristecido porque sabía que pronto sería condenado por Justicia y Severidad. Y la mirada perdida de Dios se fijó en alguien que le observaba de cerca, oculto entre los arbustos. Era Compasión, que cada tarde bajaba también al jardín, para abrazar las flores y la hierba, el sol y el viento, consciente de que no verían la mañana siguiente.

Y Dios vio que el Jardín y sus animales, y sus plantas, y su cielo y su mar, eran buenos para Compasión. Incluso el hombre y la mujer, y sus crímenes, eran algo que Compasión abrazaba.
Y despidiendo a Severidad, puso la Justicia al cargo de la Compasión.
Y aquel mundo no se condenó sino que sigue hasta el día de hoy y probablemente el de mañana y la próxima semana.
Y Dios se dejó guiar por Compasión.... y vio Dios que todo era bueno.